
Lord Parmelston, Primer Ministro del Reino Unido en dos ocasiones, entre 1855 y 1865, suele ser citado como referente de la primacía de los intereses en las relaciones internacionales. Su frase: “Inglaterra no tiene aliados eternos y enemigos perpetuos. Solo nuestros intereses son eternos y perpetuos y nuestra obligación es vigilarlos” es bien conocida y refleja que, entre los valores y los intereses, son estos últimos los que deben prevalecer en beneficio del bien de los Estados.
Efectivamente, Inglaterra (y luego el Reino Unido) son un magnífico ejemplo de alianzas revisables y de amigos y enemigos cambiantes. Su obsesión por evitar invasiones (intentadas varias veces, algunas con éxito y otras fracasadas, desde Felipe II a Hitler, pasando por Napoleón) les ha llevado a enfrentarse a la potencia en cada momento hegemónica en el continente europeo (España, Francia o Alemania) aliándose con las que la combatían. La insensatez del Brexit no es ajena a esa mentalidad cuajada a lo largo de la Historia.
En cambio, suele citarse al Presidente Wilson como exponente de la primacía de los valores en los objetivos de la política exterior, quién en enero de 1918 (cerca del final de la I Guerra Mundial) estableció los llamados 14 Puntos en los que debía basarse la posguerra y la articulación de un nuevo orden internacional cuya máxima expresión fue la Sociedad de Naciones. Como es sabido, Wilson fracasó en ese intento, al ver rechazada por el Congreso norteamericano su integración en la misma.
Apenas, veinte años después, veíamos como se iniciaba la II Guerra Mundial, todavía más global y devastadora que la Primera. En su origen estuvo la primacía de una interpretación de los intereses nacionales que se fundamentaba en el uso de la fuerza como método esencial para cubrir sus objetivos, pero también en una interpretación de la paz (Tratado de Versalles) de gran contenido revanchista y exento de generosidad, como denunció el gran Keynes en su obra “Las consecuencias económicas de la paz”.
A la larga, la generosidad tiene mayores efectos positivos que el egoísmo ramplón y cortoplacista. Así fue en el Congreso de Viena (1815), que redibujó el espíritu de la Paz de Westfalia (1648), después de la flagrante transgresión de la Francia napoleónica. O, más recientemente, el trascendental apoyo norteamericano a Europa occidental, tanto económicamente (Plan Marshall) como en el ámbito de la seguridad y la defensa (la Alianza Atlántica). Puede argumentarse que fue por egoísmo, pero ha sido un egoísmo inteligente, ya que ha beneficiado al conjunto.
Así hemos reconstruido nuestras economías, con regímenes democráticos que garantizan las libertades individuales, y con la implementación de Estados del bienestar inéditos en la Historia.
Al mismo tiempo, se instrumentaron (desde los Acuerdos de Breton Woods (1944) instituciones multilaterales, basados en principios, reglas y normas comúnmente aceptados, que han ido configurando el llamado orden liberal internacional, en el que principios como la inviolabilidad de las fronteras, el libre comercio y de inversiones, el respeto al derecho internacional y a los derechos humanos, o la renuncia al uso no defensivo de la fuerza, son guías de actuación en las relaciones internacionales.
Hoy, ese orden está fuertemente cuestionado, tanto desde fuera (con China, Rusia, Irán y otros) como desde dentro (por los populismos antiliberales que nos afectan). Y se ofrecen modelos alternativos, caracterizados por el autoritarismo, el intervencionismo económico del Estado o el control totalitario de la sociedad por el poder político.
No es sólo, pues, una pugna comercial, económica, estratégica, tecnológica o militar, que también. Es una pugna sistémica en la que los valores cobran relevancia sustancial. Entre ellos, sin duda, el respeto, la ética o la sostenibilidad del planeta.
Por ello, la tradicional dicotomía entre valores e intereses no debe ser tal. Como preconiza ABE en el ámbito de las relaciones personales y empresariales, valores e intereses pueden y deben complementarse mutuamente, en una perspectiva estratégica y de largo plazo.
La fuerza y la imposición pueden ser, sin duda, determinantes a corto plazo. Pero ningún imperio ha sobrevivido sin conseguir que sus principios rectores sean asumidos como propios por las personas y estén dispuestas a defenderlos.
Porque, al final, defender los valores es la mejor manera de defender los intereses. Y eso es válido en las relaciones humanas y en las relaciones internacionales.
Josep Piqué i Camps
Presidente de Honor de ABE
Ex Ministro y Consejero delegado del grupo OHL