
Hay una foto que me encanta de Paco Solé Parellada.
Él tocando el piano en su restaurante 7 Portes. Se le ve que lo está pasando bien. Tiene esa sonrisa franca que, con un mínimo movimiento, se convertía en una sonrisa algo pícara que a veces le salía. Cuando el límite de la maldad es la ironía, la bonhomía gana por goleada. Paco era muchas cosas. Su biografía daría para otro “homenot” de Josep Pla.
Era propietario del restaurante 7 Portes, donde había nacido. A los 8 años ayudaba en el mostrador, a los 14 cortaba jamón y a los 17 ya servía mesas o despachaba a los clientes para poder estudiar el bachillerato y su carrera universitaria. A los 28 años compró el restaurante con su padre y desde entonces el restaurante es un hito en la cocina catalana, con una lista de platos en riesgo de desaparición incluida, con platos que hace 90 años que están en la carta y con la publicación de la Colección 7 Portes de recetarios históricos de cocina catalana, que supone una aportación extraordinaria a nuestra gastronomía. Que el 7 Portes mantenga el éxito y el arraigo tiene que ver con su manera de entender el restaurante, su obsesión por atender y satisfacer a los clientes, con su manera de gestionar y vivir el 7 Portes como un laboratorio de cocina catalana. Llamar la atención sin perder el alma está al alcance de pocos.
Además, Paco fue un gran profesor de la Universidad Politécnica de Cataluña. Allí era un referente. Miles de alumnos lo recuerdan. Era un verdadero dinamizador, un innovador. Fundó con Jaume Pagès el Círculo de Economía de los Alumnos de la UPC, que nos enseñó a hacer de la universidad algo más que una fábrica de ingenieros. Dirigió la Fundación Politécnica y la Fundación Ctecno. Fue vicerrector de la UPC y presidente de la Fundación Conocimiento y Desarrollo. Daba lecciones, pero todo en él era inspiración. Su consistencia intelectual nos elevaba a debates de otro nivel, pero era su bondad y generosidad lo que enamoraba. Y siempre sin estridencias. Siempre presentaba como sonrisa la naturalidad. Su humildad era estructural, no fingida. Y lo hacía sin presumir de ello, sin dejar de explicar con intensidad lo que se ponía en marcha, incluso si te lo enviaba por WhatsApp. Solía recortar noticias y recomendaba tertulias de todo tipo. Discreto, constante, comprometido. Comía en todas las reuniones. Nunca perdía la humildad, especialmente cuando disfrutaba del éxito. Comer con él en el 7 Portes era hacerlo con un radar que no dejaba de observar que todos los clientes estuvieran bien atendidos mientras desgranaba anécdotas e historias deliciosas.
Paco lo llenaba todo. El legado es inversamente proporcional al vacío que nos deja. Su legado es aquella manera de hacer crecer, aquella manera de cuidar, aquella manera de respetar. Y evidentemente, todas sus contribuciones a la ciencia, a la universidad, a la gastronomía, al país. Paco es el ejemplo de que los grandes referentes no solo son buenos profesionales, también son buenas personas. Confieso que me siento un poco perdido sin mi maestro. Aquellos paseos invernales por Viena con el grupo de amigos de la Drucker Society no volverán, pero darán más sentido a lo que hacemos. Me quedo con una anécdota para acabar. Paco dejaba los ojos clavados en aquel Cadí que se veía desde la terraza de su casa en Ansovell.
Su familia, su hijo Jordi, su hija Elisabet, sus nietos, todos lo echarán de menos. Y Susana, su queridísima Susana, nos enseñó cómo se ama, su forma de cuidarlo, su manera de acompañarlo ha sido un faro para todos nosotros. Paco no se ha ido, seguro que, con un rotulador, una cartulina y una sonrisa.






